I. EL FENÓMENO PERONISMO
La caracterización del peronismo es un asunto tratado por innumerables estudios dentro y fuera de nuestro país. A pesar de toda la tinta que ha corrido, continúa siendo una incógnita para la opinión pública internacional, una categoría dudosa en las ciencias sociales y un punto de inevitable controversia en el debate político-ideológico. En la Argentina todos "sabemos de qué se trata" pero está lejos de existir consenso sobre su definición, y no es extraño encontrar concepciones divergentes en el propio interior del movimiento. Una larga lista de ensayos pretende asir el fenómeno como especie o variedad de alguna categoría política. Por un lado la línea de interpretación asociada con el antiguo antiperonismo, enfatizando sus rasgos "totalitarios", ha insistido en ver esta fuerza como una expresión fascista, aunque la confrontación rigurosa con los caracteres del nazismo y el fascismo europeo ha llevado a la mayoría de los analistas a desechar tal filiación. En ciertos enfoques de base marxista se lo califica, con alguna benevolencia, de nacionalismo burgués o partido "nacional democrático", y más críticamente de "bonapartismo". En cambio, desde el propio peronismo y otras líneas ideológicas más o menos próximas se lo ha considerado un movimiento nacional-popular de liberación nacional, "tercerista", e incluso de rasgos socialistas. Determinadas caracterizaciones giran alrededor del concepto populismo, que en unos casos adquiere determinada entidad teórica y para cierta óptica liberal es meramente sinónimo de "demagogia" o de agitación sin contenido. A este catálogo de definiciones hay que agregar las que afirman la condición sui generis del fenómeno, o sea su inclasificabilidad, y también una variante que distingue la existencia de varios peronismos, con lo cual resultaría ser en realidad un conglomerado contradictorio −y por ende inestable− de diversas especies. Cualquiera de tales aproximaciones, es decir todas ellas, se apoyan en aspectos ciertos de la realidad del peronismo, lo cual no debería sorprender ya que efectivamente éste muestra datos paradójicos: hay que admitir que una vertiente filofascista ha alimentado persistentemente algunas expresiones del movimiento, así como también reconoce influencias del marxismo y de varias corrientes socialistas; asimila en determinados aspectos una visión burguesa y hasta liberal, a la vez que aparece como expresión del movimiento obrero; se alinea con los nacionalismos revolucionarios del Tercer Mundo, pero sostiene un programa semejante al de los partidos reformistas de tipo europeo. No es extraño que esto parezca inclasificable. Tampoco es desatinada la visión del peronismo como un conjunto que aglutina más de una corriente política (V. Palermo, 1988), de cuya incoherencia cabría deducir la probabilidad de su escisión. Sin embargo, estamos considerando un movimiento que se ha mantenido unido a pesar de sus innegables contradicciones, que no obstante sus diferentes "rostros" afirma una personalidad inconfundible, y que ha sobrevivido a las pruebas de la proscripción y varios intentos de fractura, así como a la desaparición del líder que durante largo tiempo constituyó su principal factor aglutinante. La conclusión obvia es que, no obstante la distinción de tendencias interiores, el peronismo tiene que ser explicado como un movimiento de síntesis, fenómeno que tiene una lógica política y una razón de ser. La perplejidad que suele suscitar el movimiento, su carácter "atípico" o "aberrante", surge de una óptica que toma como modelo normal o regular los patrones de la política europea occidental, es decir el parlamentarismo demoliberal. Sin embargo, al considerarlo en la perspectiva histórica argentina y latinoamericana, el fenómeno no resulta tan sorprendente. Encontramos por ejemplo movimientos que el propio peronismo reconoce como antecesores, el federalismo argentino del siglo XIX y el yrigoyenismo. En el primero, ciertos aportes del liberalismo revolucionario y del tradicionalismo católico constituyeron un programa nacionalista con gran arraigo en las masas populares, dirigidas por caudillos militares que emergían de los grupos terratenientes criollos. El yrigoyenismo, un movimiento personalista que en sus orígenes rehusaba considerarse "partido", concitó asimismo la adhesión de las mayorías populares, así como el concurso de muy variadas corrientes ideológicas, desde el liberalismo clásico hasta el nacionalismo en sus vertientes federal y católica. Si extendemos la vista por América Latina, el peronismo tampoco resulta tan excepcional. En los otros dos países mayores de la región encontramos análogos movimientos abarcadores de amplias mayorías sociales e ideológicamente "contradictorios", como el partido de la Revolución Mexicana, y el varguismo o el MDB en Brasil; en otros países se han conformado incluso fuerzas políticas del tipo del aprismo, el ibañismo o el MNR boliviano, que presentan "excentricidades" similares a las del peronismo. Lo que resulta excepcional en América Latina es el modelo europeo de partidos y el clásico espectro izquierda, derecha y centro. En cambio aparecen como una constante los movimientos nacionalistas con heterogéneos componentes ideológicos y amplia base de masas. La comparación de estos movimientos proporciona un marco de referencia indispensable para nuestra indagación, y resulta además reveladora de la identidad básica que subyace en la diversidad de los fenómenos políticos latinoamericanos. Esta ubicación del tema nos permitirá avanzar posteriormente en la revisión de algunos enfoques teóricos que abarcan también aquellas otras experiencias "populistas" y, en la tercera parte del capítulo, efectuar una aproximación conceptual a los componentes ideológicos del proyecto peronista, considerando cuáles son los actores sociales que lo han encarnado.
1. El populismo latinoamericano Los elementos básicos del "populismo latinoamericano suelen deducirse de una serie de coincidencias en el proceso político y económico de la Argentina, Brasil y México en el presente siglo. Sus casos resultan, por cierto, representativos de la realidad de América Latina, teniendo en cuenta que en población y otros recursos suman aproximadamente las tres cuartas partes del continente, además de su tradicional influencia sobre los demás países. El análisis se enriquecería sin duda si incluyéramos otros movimientos y partidos como el radicalismo chileno, el aprismo peruano, el MNR boliviano, la Acción Democrática venezolana, etc. (cuya comparación ha sido explorada principalmente por T. S. Di Tella, 1973; 1985), pero a los fines de nuestro trabajo será suficiente focalizar los casos de los países "mayores".
Varguismo, cardenismo y peronismo Brasil, México y Argentina presentan experiencias análogas de ruptura con la dominación de los grupos oligárquicos tradicionales que se habían consolidado durante el ciclo agroexportador iniciado en el siglo pasado. Estrechamente interrelacionados con el nuevo ciclo de industrialización sustitutiva, aparecen regímenes de gobierno que se apoyan en una amplia conjunción popular y una virtual alianza de diversos estratos sociales, utilizando el Estado para promover el desarrollo industrial, nacionalizando áreas económicas estratégicas y realizando una política social redistributiva favorable para las clases trabajadoras. Otros aspectos centrales son la afirmación de la capacidad de decisión nacional y el intento de una política internacional independiente y latinoamericanista. También se da como un rasgo acentuado la organización sindical de los sectores populares vinculada a las formas de organización política. El poder aparece fuertemente personalizado en la figura de un líder que dispone de gran capacidad de maniobra, por encima de las burocracias partidarias. La base social no resulta ser un grupo o una clase, sino la alianza de intereses entre varios sectores: el movimiento populista no es clasista sino "interclasista". Su definición ideológica es un nacionalismo popular, que apela ante todo a valores y tradiciones de lucha del pueblo, enfatizando también la defensa de la soberanía y la necesidad de la unidad nacional. Hay en estos movimientos cierto protagonismo militar, sobre todo inicialmente, que de algún modo suple la inconsistencia del empresariado industrial −o sea la ausencia de una típica burguesía moderna− y también se manifiesta un estilo personalista y verticalista en el ejercicio del poder. En Brasil, el ciclo populista se inició con la revolución cívico-militar de 1930, que llevó a Getulio Vargas a la presidencia encabezando un movimiento modernizante contra el predominio de la oligarquía paulista. Legitimado como presidente constitucional en 1934, Vargas recurrió a un autogolpe en 1937 para implantar el Estado Novo, régimen de corte autoritario que luego procuró liberalizar creando dos partidos: el social democrático y el trabalhista, el "brazo" derecho y el izquierdo, que le permitieron mantener su influencia aun después de ser derrocado por un golpe en 1945, y luego retornar al poder en 1950. Tras el dramático suicidio de Vargas en 1954, el getulismo se bifurcó en el desarrollismo de Kubitschek y el laborismo de Goulart (V. Bambirra y T. Dos Santos, 1977: 136-146). En México, aunque los antecedentes se remontan a la Revolución de 1910, la fase típicamente populista se manifiesta con el general Lázaro Cárdenas, electo presidente en 1934. Este se apoyó en las agitaciones obreras para renovar el impulso revolucionario, desplazando el control burocrático ejercido por el ex presidente Plutarco Elías Calles, que había "llegado a ser el representante del sector latifundista tradicional" (J. Labastida, 1985: 319). Cárdenas reestructuró el partido oficial y trató de encauzar en él el rol del ejército. En 1939 promovió para sucederle a otro general, Ávila Camacho, en cuyo gobierno desempeñó la secretaría de Guerra, pero el cardenismo fue perdiendo fuerza y quedó reducido a una tendencia menor dentro del partido (R. Pozas, 1985: 285-323). En la Argentina, la experiencia comienza con el golpe militar de 1943 contra la vieja oligarquía agroganadera, y se convierte en un amplio movimiento popular incorporando a la clase obrera sindicalizada junto a una vertiente del yrigoyenismo, que representaba en cierta forma su inmediato antecedente populista. Elegido presidente por dos períodos, Perón fue depuesto por un golpe en 1955, pero el justicialismo resistió dieciocho años de proscripción y volvió al poder en 1973. Perón desempeñó la presidencia por tercera vez y luego de su muerte el gobierno fue derrocado; el movimiento subsistió reorganizándose como partido. Las coincidencias objetivas de estas experiencias no se tradujeron en acuerdos entre los gobiernos: el cardenismo fue anterior al peronismo, y coincidió con un período de inclinación filo-fascista del varguismo; Perón y Vargas intentaron establecer una alianza, pero la influencia norteamericana en Brasil lo impidió (M. Hirst, 1985; Perón, 1984: 86-90). No obstante, los tres gobiernos mantuvieron posiciones análogas en la política exterior latinoamericana, haciendo visibles esfuerzos por preservar su independencia ante las presiones imperialistas de los Estados Unidos. La escasa comunicación y la inexistente conexión orgánica entre estos movimientos −incluso cierto desconocimiento mutuo de sus experiencias− refuerza la idea de que sus semejanzas se explican por la naturaleza común de la problemática que afrontaban, a pesar de las disparidades de sus respectivas tradiciones políticas y la secular incomunicación cultural entre los países.
La base industrial En términos económicos, la condición de posibilidad de estos procesos era el crecimiento industrial apoyado en la ampliación del mercado interno, lo cual permitía una coincidencia de intereses de importantes sectores medios y empresarios con las clases trabajadoras. La crisis de los años '30 alentó la industrialización para sustituir manufacturas que no podían importarse, dada la falta de divisas, y las circunstancias de la segunda guerra mundial configuraron otro período estimulante en el mismo sentido. Los países latinoamericanos que habían alcanzado un grado apreciable de diversificación de su estructura productiva antes de 1930 se encontraban en condiciones favorables para emprender esa nueva fase de expansión. Esto requería además un conjunto de medidas estatales para facilitar financiación, promover obras y servicios de infraestructura, y también para asegurar la formación de recursos humanos calificados (O. Sunkel y P. Paz, 1973: 344-366). Los gobiernos populistas instrumentaron el Estado al servicio de la industrialización y el desarrollo socioeconómico, expandiendo el sector público, nacionalizando empresas extranjeras e interviniendo en la producción, aunque en todos los casos se dejó un ancho campo a las inversiones de capital local y externo, mediante distintas formas de articulación de la actividad estatal y privada (ver F. H. Cardoso y E. Faletto, 1973: 109-126). En Brasil, Vargas instrumentó el confisco cambial que implicaba una subvención a la oligarquía cafetalera pero permitía al Estado controlar las divisas provenientes de la exportación para adquirir insumes y equipos industriales. Los sectores de interés estratégico fueron promovidos directamente por el Estado, alentando la formación de una burguesía industrial que se constituyó con cierta independencia de la clase terrateniente tradicional. En la década del '40 la cantidad de establecimientos industriales y de personal ocupado casi se duplicó. En su último gobierno, Vargas concretó la nacionalización del petróleo y el monopolio estatal a través de Petrobras, así como un salto adelante en industrias básicas como la siderurgia. Hasta el cardenismo, la Revolución Mexicana no había variado sustancialmente el control de las compañías extranjeras sobre sectores económicos clave. Durante el período 1935-1940 se nacionalizaron los ferrocarriles y el petróleo, y se promovió la industrialización: la inversión pública y privada se duplicó, y la industria pasó del 13,7% al 24,2% del ingreso nacional. Cárdenas tuvo que moderar sus planes socializantes para lograr el concurso de los empresarios, y en la última etapa de su gobierno se definió el modelo de desarrollo que aplicarían sus sucesores, caracterizado por el control estatal pero con amplias facilidades para el capital privado, e incluso las inversiones extranjeras. En la Argentina, el proceso de industrialización empezó en los años '30 con escasa intervención directa del Estado, como función de una burguesía industrial dependiente de la oligarquía agroimportadora tradicional. El peronismo apareció bastante después −lo que constituyó su diferencia principal con el varguismo y el cardenismo− realizando la tarea de consolidación del desarrollo iniciado, la extensión social de sus beneficios y la organización del apoyo crediticio y técnico, incluso a los grupos incipientes del pequeño empresariado. La nacionalización de los ferrocarriles, teléfonos, líneas aéreas y marítimas, así como el impulso a la siderurgia, la explotación petrolera y carbonífera, la industria automotor y otros sectores básicos y de infraestructura, constituyeron los aportes de la iniciativa estatal para desplegar la potencialidad del proceso, a lo cual hay que añadir la importancia de los nuevos servicios sociales, Estas realizaciones, que a los críticos de izquierda parecen modestas, constituyeron sin embargo una transformación cualitativa en estos países, cuyas proyecciones se extienden hasta hoy: definieron un camino irreversible hacia la industrialización y la modernización de la estructura social, aunque muchas de sus conquistas o sus logros políticos fueron derogados, desvirtuados o revertidos posteriormente. Es cierto que después de la crisis del '30 y hasta comienzos de los años '50 existieron condiciones básicas favorables en materia de términos de intercambio con los países centrales, que hicieron menos gravosa la reasignación de recursos para financiar o apoyar el desarrollo industrial. La posterior caída de los precios relativos de las exportaciones tradicionales latinoamericanas agudizó la puja distributiva y exacerbó la oposición de los grupos agro-exportadores. Pero, además, se manifestaron los límites del proceso de industrialización sustitutiva: el sector industrial dependía de tecnologías y bienes de capital importados y no exportaba, produciendo sólo para el mercado interno protegido, por lo que los ingresos externos de la economía los aportaba la exportación tradicional: la industria ya no permitía ahorrar divisas, sino que las reclamaba crecientemente para importar componentes, insumes y equipos. El conjunto de estas dificultades perturbaba la producción y se traducía en problemas de desequilibrio en las cuentas externas (Sunkel y Paz, 1973; 366-380; M. Diamand, 1973: 56-61; C. F. Díaz Alejandro, 1965). Desplazados los movimientos populistas del poder, una segunda fase de industrialización sustitutiva tendría como protagonistas decisivos las empresas transnacionales, que ingresaron o se expandieron en los mercados protegidos, desarrollando nuevas ramas productivas y provocando una compleja reestructuración. Esta etapa, que se correspondía con un ciclo expansivo internacional de los capitales norteamericanos, se proyectó en México a partir de las reformas introducidas bajo las presidencias de Miguel Alemán y Ruiz Cortines, y en Brasil y Argentina luego de la casi simultánea caída de Vargas y Perón a mediados de los '50. Los movimientos populares de las décadas siguientes enfrentaron la desnacionalización económica y sus efectos sociales regresivos. A este rumbo del proceso latinoamericano de industrialización, que resultaría cada vez más una vía de profundización de la dependencia, se oponían las propuestas de integración que Perón había formulado desde el comienzo de su gobierno, postulando "la constitución inmediata de una unión aduanera sudamericana, a fin de que formemos un bloque económico" (cit. por F. Luna, 1986: t. III, 10). La idea del ABC, el triángulo Argentina-Brasil-Chile como plan llave para la integración continental, inspiró recurrentes iniciativas de Perón: el primer tratado bilateral con Chile de 1946 no fue ratificado, pero en 1953 se pactó una unión económica argentino-chilena con el gobierno de Ibáñez. Aunque no fue posible concretar la adhesión de Brasil, se suscribieron tratados análogos con Bolivia, Paraguay, Ecuador, Colombia y Venezuela, en la perspectiva de una comunidad regional que echara "las bases para los futuros Estados Unidos de Latinoamérica" (Perón, 1984; 79-92, 105, 172). Las limitaciones del mercado interno, las cíclicas dificultades para una expansión exportadora sostenida, la necesidad de insumos críticos e incluso el insuficiente desarrollo de industrias básicas tenían solución inmediata dentro del proyecto de integración continental, del que iniciativas posteriores como la ALALC fueron un sucedáneo inconducente. Como lo demostró un estudio del SELA (1982: 38), el total de las exportaciones y una elevada proporción de las importaciones argentinas en el momento del bloqueo de los países de la OTAN por el conflicto de las Malvinas podían ser respectivamente vendidas y compradas a los demás países de América Latina. Los obstáculos con que han tropezado estas propuestas indican que existen fuertes intereses contrarios a un proyecto de esa magnitud, que alteraría las reglas de juego del capitalismo transnacional y la tutela política norteamericana sobre la región.
Los movimientos Lo que caracteriza a estos regímenes y los distingue de otras experiencias de gobierno es su actuación sobre el sistema político y económico cambiando la relación de fuerzas, desplazando a ciertos grupos locales y extranjeros del poder económico e incorporando los sectores populares como base del poder político. Las clases trabajadoras cumplen un rol central proporcionando al régimen una mayoría electoral, una base social susceptible de organización y movilización, y además un factor de consolidación del mercado interno −que es el sustento económico del modelo industrialista−, pues se convierten en importantes consumidoras de bienes y servicios. Un rasgo característico de los movimientos que sostienen estas experiencias es su fundación u organización desde el Estado. No se trata de partidos surgidos en el llano o en la oposición −caso de otros populismos como el APRA− sino de estructuras creadas "desde arriba", modeladas desde el poder por decisión del jefe del gobierno. Otro aspecto muy interesante es la composición social que reflejan las alas o sectores integrantes de la organización partidaria, que adquiere cierto perfil de coalición. Vargas, que provenía de la Alianza Liberal de los años '20 y luego estuvo cerca del integralismo profascista, fundó al fin en 1945 sus dos partidos propios: el Trabalhista, de base obrera y popular urbana, y el Social Democrático, de corte moderado o burgués y con más arraigo en el interior rural. Vargas fue candidato a presidente por ambos partidos, y después de su muerte éstos integraron una fórmula mixta con sus respectivos líderes: Juscelino Kubitschek-Joao Goulart. Cárdenas dio una dura batalla, siendo ya presidente, para tomar el control del Partido Nacional Revolucionario, y cuando consiguió expulsar a Calles lo recreó en 1938 con el nombre de Partido de la Revolución Mexicana, sustituyendo su estructura regional basada en el caudillismo por una organización representativa de cuatro sectores: campesinos, obreros, militares y clases medias. Su sucesor, Ávila Camacho, suprimió el sector militar en 1940, y en 1946 disolvió el PRM para crear el Partido Revolucionario Institucional, instrumentando la concentración del poder presidencial y un desplazamiento de la izquierda cardenista. Perón forzó la integración en una fuerza única de los dos partidos que le habían permitido triunfar en las elecciones de 1946: el laborista de base obrera, cuyos fundadores fueron marginados, y la UCR renovadora, de clase media. Paralelamente, Eva Perón organizó a las mujeres como Partido Peronista Femenino, y el “Movimiento peronista" incluyó además la CGT. El justicialismo mantuvo siempre esta distinción de ramas. Otra característica significativa de estos movimientos es la organización corporativa de los sectores populares −por cierto muy diferente al corporativismo de inspiración fascista, ya que se mantiene la independencia de clase− y el encuadramiento político-partidario de esas orga-nizaciones. Distinguiéndolos de los ensayos corporativistas excluyentes típicos de ciertos regímenes antipopulares, G. Pasquino (1981) califica esa modalidad como incluyente, ya que sus objetivos son centralmente movilizadores, con el efecto de controlar o disuadir los desafíos sociales, pero reforzando y no reemplazando la participación política clásica. El varguismo sancionó una legislación laboral y de previsión social, impulsó el desarrollo de un nuevo sindicalismo −sujeto al reconocimento oficial− en todo el país, y mantuvo independencia frente a las entidades patronales de la industria, que actuaron como grupos de presión (L. Martins Rodrigues, 1977). El cardenismo se apoyó en un importante sector sindical de izquierda, y promovió la unificación de diversas organizaciones de masas a través de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación Nacional Campesina; por otro lado, se creó una Confederación Nacional de Cámaras de Comercio e Industria. Desde su origen, el peronismo tuvo base en los sindicatos obreros que fueron su principal respaldo social y político; obtuvo el apoyo de la Federación Agraria Argentina, representante de pequeños propietarios y arrendatarios rurales, y trató de organizar el empresariado dentro de la Confederación General Económica (CGE); lo mismo se intentó con los estudiantes y profesionales en la CGU y la CGP, aunque en los sectores medios predominaron las entidades opositoras. La presencia o la influencia militar en estos movimientos no es solamente accidental. Vargas fue un líder civil, pero desde el comienzo los tenentes constituyeron un factor de importante gravitación en su gobierno. Cárdenas y Perón no sólo salían de las filas del ejército, sino que contaron con los cuadros y las instituciones militares −o algunos sectores de ellas− como respaldo decisivo en determinadas coyunturas. En los ejércitos de aquella época aparecen nítidamente ciertos grupos que, a partir de una conciencia nacionalista, proponen la industrialización y coinciden con el proyecto populista En cuanto al discurso ideológico, cada uno de estos movimientos tiene sus particularidades. Alrededor de un eje nacionalista de tono social, el varguismo acentuó, en fases sucesivas, expresiones corporativas, democráticas y socializantes. El cardenismo se inscribe en la tradición democrática y laicista de la Revolución Mexicana, profundizando afirmaciones socialistas y antifascistas. Perón define su doctrina justicialista como tercera posición entre capitalismo y comunismo, entre liberalismo y marxismo, proponiendo un nacionalismo democrático, social y cristiano. En el varguismo y el peronismo se advierten ciertas influencias del modelo fascista italiano; ello fue más evidente en Vargas, hasta que en 1941 cambió tomando partido por los aliados. Aunque la doctrina justicialista asumió los contenidos del cristianismo, el peronismo −como el cardenismo− tuvo un grave conflicto con la Iglesia católica motivado por divergencias doctrinarias y colisión de intereses políticos. Hay una notable semejanza, por otra parte, en el combate ideológico y político que libran estos movimientos contra la oposición conservadora o de derecha, que los acusa de “totalitarismo" por vulnerar los derechos y libertades individuales. Las relaciones con la oposición de izquierda son más complejas: el varguismo tuvo fases de acercamiento y enfrentamiento con el Partido Comunista Brasileño; el cardenismo contó en general con apoyo comunista; el peronismo se enfrentó duramente con comunistas y socialistas, aunque asimiló algunas fracciones de izquierda y tuvo con otras algunos períodos de entendimiento.
La descendencia El momento de prueba para estos movimientos articulados desde el gobierno comienza cuando son desplazados del poder y se opera una fuerte reacción contra las estructuras que han edificado. Sobreviene entonces una radicalización de sus planteos, que encuentran mayor o menor eco popular según la evolución del proceso político. De diversas maneras los regímenes posteriores continúan algunas orientaciones irreversibles, y se hace evidente la inviabilidad de la propuesta de las viejas oligarquías, pero en todos los casos hay una retrogradación de las conquistas sociales y un recorte a la influencia de las organizaciones obreras. El varguismo se prolongó en el trabalhismo liderado por el ex ministro de Trabajo de Vargas, Joao Goulart, quien en 1962 accedió a la presidencia profundizando el programa populista. La reforma agraria trató de ampliar el movimiento hacia el sector campesino, donde prácticamente no había llegado la política de Vargas, pero éste fue también uno de los factores que motivaron su derrocamiento. El régimen posterior al golpe militar de 1964 persiguió e inhabilitó a sus dirigentes. Al morir Goulart, el liderazgo fue asumido por Leonel Brizola, quien definió una línea socialdemócrata manteniendo el tradicional perfil nacional-populista. También en el MDB se nuclearon muchos dirigentes del varguismo, entre ellos el malogrado presidente electo Tancredo Neves, que había sido primer ministro de Goulart. Pero las nuevas organizaciones sindicales se apartaron del trabalhismo constituyendo, con el apoyo de grupos progresistas católicos, el movimiento de la CUT y el Partido de los Trabajadores. El cardenismo siguió siendo la llamada "izquierda oficial" dentro del PRM, debilitándose en la época del PRI. Logró influir desde sus bases sindicales, pero se fue diluyendo políticamente. Cárdenas fue más adelante el impulsor del Movimiento de Liberación Nacional, un efímero agrupamiento de tendencias solidarias con la Revolución Cubana. Puede decirse que el cardenismo continuó inspirando a la izquierda nacionalista y democrática, dentro y fuera del partido oficial. Posteriormente resurge con el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas −hijo del ex presidente−, ex gobernador de Michoacán, que se separó del PRI en 1987 y fue candidato del Frente Democrático Nacional en las elecciones de 1988, provocando una escisión importante en el oficialismo. El peronismo sobrevivió a casi dos décadas de proscripción, persecuciones e intentos de asimilación, replegándose en la clandestinidad y en los sindicatos y siguiendo las directivas del líder exiliado. Recuperó la casi totalidad del sindicalismo, amplió su organización e influencia en la juventud y las clases medias; Perón radicalizó sus consignas, apoyó la acción de los grupos armados, pactó con los demás partidos para aislar a la dictadura militar, y volvió al poder reuniendo una enorme mayoría electoral. Pero las contradicciones entre la izquierda y la derecha peronista tornaron inmanejable el movimiento a la hora de ejercer el gobierno. La muerte de Perón exacerbó las confrontaciones y dejó un persistente vacío de autoridad, que sólo ha podido comenzar a subsanarse a partir de 1985, cuando los renovadores consiguieron legitimar una dirigencia a través de la democracia interna; en esta nueva etapa el clásico nacionalismo popular derivó en un reformismo moderado, y el gobierno de Menem impulsó en 1989 un programa económico liberal manteniendo ciertos aspectos del estilo populista tradicional. De los tres movimientos, el peronismo es el que más nítidamente ha mantenido la continuidad orgánica, a pesar de las transformaciones que se fueron operando en su seno. Ya hemos señalado cómo el cardenismo se prolongó en lo que muy genéricamente podría llamarse la izquierda de la Revolución Mexicana, y luego con Cuauhtémoc Cárdenas ha fundado una nueva coalición política. Aunque el trabalhismo democrático (el PDT) de Leonel Brizola suele ser considerado heredero directo de Vargas, muchos de los dirigentes, grupos y experiencias políticas nucleados en el PMDB pueden considerarse igualmente descendientes del varguismo, y ni unos ni otros mantienen una identificación demasiado acentuada con sus fuentes. De todos modos, la articulación de una opción de poder requiere una alianza de estos sectores con el pujante PT, que expresa las bases obreras y populares en las zonas más dinámicas del país. La comparación de los tres populismos nos ayuda a comprender mejor cada uno de ellos, situándolos en el espectro político latinoamericano como emergencia característica de un momento histórico. Los economistas han realizado estudios comparativos de la fase de despegue de la industrialización sustitutiva que aportan una visión esclarecedora sobre las condiciones de analogía que presentan estos países. Sin embargo, los cientistas políticos no han profundizado en la misma medida el análisis de los paralelismos, afinidades y también divergencias entre los respectivos movimientos nacional populares. Estos movilizaron profundamente y produjeron un avance sustancial en la politización de las clases subalternas, y su carácter revolucionario consiste en que hicieron imposible el retorno al antiguo sistema oligárquico. Recibieron aportes disímiles del marxismo, el fascismo, el liberalismo y el cristianismo, pero sus rasgos ideológicos básicos expresan un nacionalismo popular típicamente latinoamericano, que enraíza con las tradiciones de la lucha de nuestros pueblos por su emancipación. Seguramente esa continuidad de una profunda corriente histórica nacional popular es más importante que la influencia de los modelos europeos para filiar estos movimientos. El interrogante es si las fuerzas que surgieron hace medio siglo respondiendo a los efectos y las oportunidades que implicó en América Latina la crisis del '30 y la guerra mundial pueden dar respuesta a los desafíos actuales, vinculados con otra crisis mundial muy diferente. El panorama de fines de los años '80 muestra un renovado ascenso e indica la posibilidad de retorno al poder, en los tres países mayores del continente, de los descendientes del varguismo, el cardenismo y el peronismo. Esto pareciera tener razones más profundas que la simple casualidad. Pero las exigencias del presente cuadro socioeconómico, en el que de algún modo están siendo puestos a prueba, imponen una actualización de su programa, y también una transformación de estas fuerzas (en el sentido literal, cambiar de formas) para seguir siendo fieles a sus motivaciones originarias. ¿Cuáles son las nuevas formas, la nueva síntesis que adoptan los partidos "sucesores"? Entre los factores de diferenciación de las experiencias inciden las disparidades de desarrollo y las características del bloque de intereses dominante en los respectivos países, así como la conformación de las capas populares mayoritarias. Es evidente por ejemplo que el progresivo estancamiento argentino tiene consecuencias distintas que el accidentado crecimiento brasileño, donde la clase obrera continúa expandiéndose y asimilando migrantes campesinos; o que la estabilidad del sistema mexicano no es comparable con la irregular evolución política de los otros países. Sin embargo, en los tres casos se configura en los últimos años un régimen democrático pluralista que es valorado como una conquista popular, e inciden procesos análogos de concentración del poder, crisis financiera y reestructuración industrial, marginalización laboral, regresión del sistema de seguridad social, inflación, etc., que reclaman análogas respuestas políticas de los sectores populares. La nueva corriente cardenista rompió con el tronco histórico del PRI, ante la progresiva inclinación de éste hacia el proyecto neoliberal "modernizador". El trabalhismo democrático de Brizola se escindió de las variantes "de derecha" del varguismo, pero su espacio social fue ocupado en parte por la expansión del PT, liderado por el sindicalista Luiz da Silva (Lula); esta expresión —más radicalizada y combativa— de un laborismo basado en los sindicatos como el de la anterior etapa populista, sería en tal sentido una descendencia de otro tipo. El justicialismo se reestructuró mediante la lucha democrática interna evitando rupturas como las que sufrieron los demás movimientos; sin embargo, está sometido a fuertes tensiones y contradicciones que pueden tornarse críticas ante el vuelco liberal del gobierno de Menem. La evolución de estas fuerzas "sucesoras" y su papel en la escena política actual está aún procesándose, sin que una efectiva comunicación entre ellas les permita reconocer sus coincidencias y debatir los problemas que afrontan. Es evidente que, a partir de la matriz populista original, atravesaron períodos de radicalización pero fueron insertándose luego como partidos en un sistema político pluralista, descartando las vías revolucionarias. Uno de los dilemas centrales que se les presenta hoy es la actualización de sus programas, basados en el modelo de Estado dirigista, para impulsar una salida de la crisis congruente con las expectativas de sus bases sociales.
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